Es difícil mirar a través del velo de la memoria infantil, pero ahí estoy, volviendo cada noche a través del parque de ‘la Álamos’, ese terruño al que a través del tiempo y las historias sigo volviendo. Este es mi parque, le digo a Nicolás y David, es un día antes de mi cumpleaños 31 y los traje a conocer mi lugar de origen. Todo es distinto, en realidad este ya no es mi parque. Cierro los ojos y ahí estoy de nuevo, tengo apenas dos o tres años, mi ventaja vertical me permite ver todo desde una punto de vista increíble, es casi como ser un ave. Viajo en los hombros de mi papá, atravesando el parque que para mí es un bosque entero, apenas caída la noche, volvemos de la pensión donde dejan el auto de mi mamá en todas noches, este es nuestro momento.
Domingos. Medio día. Exterior. Parque de ‘la Álamos.
Ileana y yo nos revolcamos en el pasto, buscando como desquiciadas más conitos de eucalipto, gana quien junte más, yo los observo de cerca, miro sus recovecos y sus particularidades, su forma cónica diseñada perfectamente, yo no sé que son semillas, para mí son juguetes. Se los ofrecemos a mi papá para que los cuente y corremos de nuevo hacia la espesura de ese pequeño paraíso que es todo nuestro para explorar, saltar en las piedras contando los pasos que nos llevan a otra zona, trepar los árboles pequeñitos y husmear entre los arbustos en busca de frutillas que nunca pudimos comer. De muy pequeña pensaba que así como alguien se encargaba de pintar los troncos de los árboles de blanco, otro alguien hacía lo mismo con los conitos, o pensaba que quizá así nacían por la intervención a su corteza, la domesticación de lo salvaje, siempre la mancha humana presente casi un pecado original con el que la naturaleza nacía en la ciudad.
Después de misa los domingos, el ritual continuaba en el parque, ese otro templo de altos árboles cuyas espigadas copas danzaban al ritmo del viento, una edificación de asfalto y tierra. Cuando pienso parque pienso juegos, y aunque eran atractivos, siempre me dieron miedo, a la fecha me avergüenza admitir que sigo sin poder cruzar un pasamanos. Mi lugar seguro siempre fue en la tierra, con las manos, las rodillas y los pies en en piso, la cara pegada al suelo, inhalando el petricor, inmersa en el delirio de buscar flores, bichos, piedras, piñitas de álamo en el césped, un mundo infinito por descubrir con mi insaciable curiosidad infantil, la complicidad natural de saberme ajena a sus misterios. Sólo era un pequeño cuervo buscando tesoros que ahora no existen más, ¿qué es la memoria sino añoranza de lo que se ha ido?
Mi vida siempre estuvo rodeada de verdor y naturaleza, el jardín urbano de cubetas y macetas colgantes de Julia, que siempre les hablaba con dulzura y hasta las amenazaba con tirarlas a la basura si no le daban flores: siempre floreaban, las plantas de la azotea de mi mamá y los fines de semana atendiéndolas, el parque con mi papá. Cuando Ileana tenía unos seis o siete años, sembramos un ficus escuálido en un alcorque casi frente a nuestro edificio. Va a crecer con ustedes, dijo mi papá, a ver si pronto las alcanza. Nos fuimos de la Álamos hace media vida pero seguimos volviendo al parque, al ficus que ahora es tan inmenso que parece mentira que nosotras lo sembramos, ambos hemos crecido, pero seguimos arraigados a esta banqueta, a media cuadra del parque.
Karen
